martes, 24 de abril de 2012

Diamond Jubilee

Como todos ustedes sabrán, este año los juegos olímpicos de verano se celebran en Londres, lo que supondrá un importante aporte de ingresos a las exhaustas arcas de la capital. Pero las olimpiadas duran apenas quince días y los comerciantes de la City han tenido que buscar otros incentivos para atraer turistas a la ciudad el resto del año. Además del lamentable espectáculo de las exposiciones farfolleras de la que ya les he hablado, hay un evento, bastante absurdo por cierto, con el que los londinenses confían en hacer una caja que compense pasadas y futuras épocas de vacas flacas. Me refiero al Diamond Jubilee, las bodas de diamante de Isabel II con el trono. Obviamente no lleva 75 años reinando, sólo 60, que no son pocos. Pero en tiempos de la reina Victoria se pensó que, por muy longevos que fueran, y las mujeres de la casa vaya si lo son, ningún monarca iba a llegar a ocupar el cargo durante 75 años. Y por no privar a los súbditos de una buena celebración real, a las que tan aficionados son, se decidió por decreto que en ciñendo la corona durante seis décadas el soberano se habría ganado el derecho a celebrar su Diamond Jubilee. Y por todo lo alto, que para los británicos monarquía y espectáculo son sinónimos. De hecho ya han empezado a vender el merchandising.

Nosotros, que somos muy fans de la señora Windsor, hemos adquirido una lata de té conmemorativa, que acompañará orgullosa en la alacena a la que ya poseíamos del Golden Jubilee del 2002. Por cierto que la compramos en Fortnum & Mason, una de nuestras tiendas favoritas de Londres. Y si desean saber las razones de tal debilidad, dense una vuelta por la sección de cestas de picnic y me cuentan. La sección de alimentación también es muy de destacar, y hasta el mismísimo Dickens exigía que el jamón cocido y el Yorkshire pie se los trajeran de allí, según supimos por una lista de la compra autógrafa que se exhibe en la exposición que sobre el autor se celebra estos días en el Museum of London. Y es que el buen gusto sobrevive al paso del tiempo.

Volviendo a los Windsor, imagino que su jefe de relaciones públicas debe estar estos días recibiendo ofertas millonarias de la rama borbónica española para ver si consigue sacarles de los embolados en que ellos solitos se han metido. Porque hay que ser un genio en lo suyo para, por ejemplo, haber convertido en objeto de culto a un personaje tan lamentable como Diana Spencer, de la que precisamente en estos días se ha inaugurado una exposición en Kensington Palace tras la restauración a que ha sido sometido para servir como futura residencia del príncipe William. Y es que los mayores escándalos que ha tenido que soportar la reina Isabel en los últimos tiempos, declaraciones de su esposo aparte, han venido sobre todo de los matrimonios de sus hijos con plebeyas. Y ojo que no creo que toda la culpa recaiga en las pobres chicas, que bastante quina tragaron con los incalificables comportamientos de sus principescos consortes antes de liarla parda. Pero a eso me vengo a referir: todo se habría evitado de haber consultado antes en el Gotha la disponibilidad de princesas profesionales en edad casadera; las cuales, educadas en la disciplina cortesana y al tanto de los hábitos matrimoniales de las realezas, habrían mantenido una actitud mucho más comprensiva y discreta frente a las barraganadas de sus maridos. Y precisamente en España tenemos el mejor ejemplo de lo que digo: la reina Sofía, una auténtica Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg de las de toda la vida. Me la van a comparar con una vulgar Ortiz, por muy Rocasolano que sea...

Porque además estas bodas populacheras no contribuyen a acercar a la realeza al pueblo, como piensan sus valedores, sino que por el contrario debilitan más aún los borrosos argumentos en los que se sustenta en nuestros días la institución monárquica, la pureza de la sangre transmitida de generación en generación, ya que diluyen el precioso fluido hasta extremos homeopáticos. Más nucleótidos del ADN de Don Pelayo corren por la sangre de cualquiera de ustedes que por la de quienes presumen de legitimidad histórica. Precisamente hablaba el otro día con Monsieur Alcancero (que en previas encarnaciones blogueras se hacía llamar Jacobine y Robespierre, por lo que pueden deducir que mucha debilidad por la realeza no siente) de lo fortuito del  acceso al trono del rey Juan Carlos, habiendo sido necesaria una conjunción de sucesos tan extravagante (accidentes, matrimonios morganáticos, abdicaciones...) que más que por derecho dinástico se diría que reinara por haber ganado el cargo en un lotería. Con todo, a mi juicio, lo más peliagudo de este asunto es precisamente el haber quebrantado la tan sagrada línea hereditaria, saltando por encima de su propio padre a quien en derecho correspondía la corona como legítimo heredero y  jefe de la casa real española. Vale que en 1977 Juan de Borbón abdicara de sus derechos dinásticos, pero esa renuncia implicaba que durante dos años se había sentado en el trono un rey usurpador. Como ya suponen, estos hechos no forman parte de la historia oficial ni se enseñan en las escuelas.

Así que mediten sobre ello en esta semana de pan y circo que han dispuesto para ustedes nuestros amados líderes, que yo me retiro a los confines del mundo a cultivar el espíritu.


TV Personalities - King and Country (1980)

jueves, 19 de abril de 2012

Cuadros de varias exposiciones

Además de los hallazgos gastronómicos debo hablarles de las exposiciones a las que hemos ido en Londres, que han sido unas pocas. Obviamente, y como somos personas de buen gusto y una fama que mantener, hemos evitado que se nos vea por el que se anuncia como el acontecimiento cultureta del año: la exposición de Damien Hirst en la Tate Modern que se inauguraba el día antes a nuestra llegada. Y es que la gente bien, cuando queremos ver animales metidos en formol, vamos a un museo de ciencias naturales y no a una galería de arte. Pero es interesante analizar cómo Londres convierte este tipo de exhibiciones, a priori minoritarias, en atracciones turísticas masivas y cómo el turista medio pica como un besugo. Porque para mí sigue siendo incomprensible que una persona que lo ignora todo del arte, no digamos de los delirios conceptuales contemporáneos, pague catorce libras y aguante una cola de varias horas para ver algo que ni entiende ni le gusta. El oscuro placer de ser epatado, supongo.

El otro acontecimiento artístico de la temporada, que precisamente acababa esa semana como si todo estuviese programado para que los eventos no se hicieran sombra, era la gran exposición de David Hockney en la Royal Academy. Y a ésta sí que fuimos, aunque ciertamente sin esperar gran cosa de ella. Porque aunque, a diferencia de Hirst, Hockney es un gran artista, lo que se exhibía era la obra de los últimos seis años, en los que se ha dedicado casi en exclusivo a pintar paisajes de su Yorkshire natal. Y de entrada la impresión era muy buena: cuadros de gran formato con una deliciosa alegría cromática. Pero a medida que se avanzaba por las salas la reiteración del motivo  empezaba a ser cargante. Infinitas variaciones sobre el mismo tema pintadas con una paleta de colores planos y, por tanto, posibilidades muy limitadas. Y aunque el autor pretenda, o eso dice, transmitirnos su admiración por Monet, a quien acaba imitando inadvertidamente es a Van Gogh, todo lo cual deja una sensación un tanto incómoda. Pienso que si hubieran reducido drásticamente el número de cuadros expuestos la muestra habría salido ganando. Porque además, los comisarios cometieron el error de aparejar al principio de la visita una sala con algunas obras excelentes de los años 60 a 80, su época más productiva y conocida, que dejaban en muy pobre lugar a los cuadros recientes. Y no piensen que le tengo manía a Hockney; todo lo contrario, que el hombre tiene méritos de sobra para estar entre los grandes, y posiblemente sea, como la prensa local no se cansa de repetir, el más importante artista británico vivo (lo tiene fácil después de la muerte de Bacon y Freud). Pero creo que los cuadros recientes no están a la altura, y que habría sido más apropiado haberlos expuesto sin tanto bombo mediático en cualquier galería de prestigio. O quizás sea tan sólo un gesto de atención de Hockney para recordarnos que aún sigue vivo, y evitar que cuando el público lea su necrológica, esperemos que dentro de muchos años, no diga aquello tan triste y, por otro lado, tan habitual de: "Hockney? Pero ese no estaba ya muerto?".

La que sí nos gustó muchísimo y recomendamos fervientemente es la exposición de de Lucian Freud en la National Portrait Gallery. Una auténtica retrospectiva con retratos y desnudos pintados desde los años cuarenta hasta su muerte el año pasado. Siete décadas explorando la piel humana y lo que se esconde debajo. Y todo sin salir de su estudio, con el mismo decorado básico (una cama, un sofá desvencijado, unos trapos), pintando de noche, con luz eléctrica, a su familia, a sus amigos, a sus ayudantes, a gente anónima, a celebrities, a Hockney, a la Reina... Un auténtico encuentro con el arte con mayúsculas, una experiencia que, a poco que se tenga una pizca de sensibilidad, deja inevitablemente impactado. Él sí que ha sido uno de los muy grandes. 

Al otro lado de Trafalgar Square, en la National Gallery, había una pequeña exposición, en la que entramos porque no había nadie haciendo cola, sobre la influencia de Claude Lorrain en la pintura de Turner. Y así planteado puede parecer otra excusa barata para exhibir  cuadros de dos maestros de épocas muy distintas, pero en este caso el discurso estaba justificado, pues Turner admiraba y mucho a Claude, y hasta dejó dispuesto en su testamento una donación de obras a la National Gallery a condición de que se colgasen junto a los de su autor favorito. Y ciertamente en los cuadros exhibidos, que pertenecen a su primera época, esta influencia es apreciable, con escenas bíblicas, históricas o mitológicas que no son sino excusas para pintar paisajes y cielos al modo del pintor lorenés. De modo que el visitante no avisado podría quedarse con la idea de Turner como pintor académico, dotado, eso sí, de una pincelada luminosa y espesa a un tiempo que anuncia el advenimiento del impresionismo. Pero si uno luego va a la Tate Gallery, donde se expone la mayor parte de la obra de Turner, se asombrará al ver cómo todos los personajes, las ruinas, los paisajes y hasta la realidad se van desvaneciendo, hundiéndose en un mar de hierro fundido, y al final sólo quedan el cielo y el sol, brillando con una luz tan intensa que llega a molestar a la vista. Y les juro que no exagero, vayan a verlo y ya me dirán. 

En Trafalgar Square está también The Fourth Plinth, ese pilar vacío erigido originalmente para soportar una estatua ecuestre del rey Guillermo IV que nunca se llegó a hacer por falta de fondos, y que ahora se destina a instalaciones más o menos efímeras. En estos días lo ocupaba esa figura infantil, también ecuestre y en metal dorado que abre el post, obra de unos artistas escandinavos, que dice más bien poco donde está colocada y que a mi señora le recordaba al hijo malvado de Excalibur. Por cierto que el viernes santo representaron en la plaza una pasión de Cristo con gran despliegue de figurantes y medios técnicos, todo ello esponsorizado por una sociedad bíblica; pero ignoro si se trata de una piadosa costumbre de aquellos lares o es sólo una novedad de este año de crisis para atraer a las almas descarriadas a la senda cristiana y de paso hacer algo de caja. Nos quedamos un rato a verla y la verdad es que resultaba todo bastante ridículo. Y es que cualquier representación de la vida de Jesús interpretada por actores británicos acaba recordando inevitablemente a La Vida de Brian. O no?

 
Felt - Evergreen Dazed (1982)

lunes, 16 de abril de 2012

London Rules

De vuelta de nuestro breve viaje a Londres me he retrasado algunos días en presentar la crónica por motivos laborales pero ya estoy en ello. Y antes que nada, admiren los espléndidos días primaverales de los que hemos disfrutado mientras aquí en el sur los capillitas maldecían a sus santos por aguarles la fiesta, clara muestra de que nunca llueve a gusto de todos. Obviamente también tuvimos nuestros días nublados y lluviosos, que tratándose de Londres es lo que se espera, pero este año están escaseando y suenan las alarmas porque los expertos ya hablan claramente de sequía, palabra que muchos británicos han debido mirar en el diccionario para enterarse de su significado. Los dioses del tiempo, que están locos.

Este viaje también pasará a mis anales, que de momento residen en este blog, como el del descubrimiento de la cocina inglesa. Porque, quién ha dicho que la cocina inglesa sea mala? Pues yo, en reiteradas ocasiones y siempre por muy fundados motivos. Pero eso era antes de haber cenado en Rules. Mi señora, que ya lo conocía, estaba empeñada en llevarme y dejarse invitar, pero yo suelo ser reacio a entrar en cualquier local que presuma de ser el más antiguo de la ciudad. Por fortuna recordé a tiempo que El Rinconcillo y La Manzanilla son, respectivamente, los bujíos más viejos de Sevilla y Cádiz y no por ello dejan de ser muy recomendables; de modo que vencí mis iniciales recelos y crucé el mismo umbral que siglo y medio antes y con similares intenciones había atravesado Charles Dickens. Muy en su papel, el maitre nos hizo sufrir un rato por la osadía de presentarnos sin reserva previa, aunque al final se apiadó de nosotros y nos sentó en una coqueta mesa bajo una caricatura de Charles Laughton.

Foto: iPhone de mi señora
Porque Rules es un restaurante de teatreros, y sus paredes están cubiertas de los retratos de todos quienes han sido alguien en la escena londinense durante los últimos dos siglos. Y todos además han comido allí, lo cual impregna la experiencia gastronómica de un halo de leyenda. No les quiero abrumar con nombres de clientes; sólo les diré que Rules era el restaurante favorito de Lillie Langtry, la bella actriz de la que estaba platónicamente enamorado el juez Roy Bean (cuya historia, interpretada por Paul Newman, llevara a la pantalla en un delicioso western crepuscular John Houston). Y cuentan que en Rules era donde se veía Miss Langtry con su entonces amante, el Príncipe Eduardo, quien solía entrar al local por la puerta de servicio para evitar ser visto por la clientela.

Pero hablemos de la cocina, que es escandalosamente sencilla. Y es que su secreto, aparte de la bondad de las materias primas, es el cuidado en la cocción. Mi señora hablaba maravillas del roast-beef que probara en cierta ocasión, pero ese día no lo tenían en carta, de modo que pedimos cordero y pato. Y les explico: ese magret de pato que sirven en los restaurantes caros de por aquí, y que suele ser un trozo de carne cruda cubierta por una piel grasienta requemada, es manifiestamente mejorable. Y es que la carne de pato puede cocinarse hasta que quede en su punto exacto conservando todo su sabor, lo que facilita mucho la masticación y posterior digestión. Y qué les voy a decir del cordero con salsa de menta. Con salsa de menta! Con lo que la ridiculizaba Goscinny en "Asterix en Bretaña"! Ya quisieran los galos haber inventado algo parecido para acompañar a la carne. Eso sí, si se fían de mi buen gusto y deciden cenar una noche en Rules, vayan asumiendo que se les irá en ello el presupuesto completo de un día y medio de vacaciones. Ya es cuestión de las prioridades de cada uno.

Y, hablando de otras cosas, les comento también que aproveché los trayectos en avión, las esperas en los aeropuertos y los trenes lanzaderas para leer "Viajes en autobús" de Josep Pla, los textos que escribiera contando sus viajes por el Maresme y el Ampurdán en aquellas tartanas con gasógeno de la posguerra cargadas hasta el techo de paisanos y gallináceas. E imagino que en aquellos años viajar en avión se consideraría como el súmmum del lujo y la comodidad. Y sin embargo ahora, frente a los confortables trenes y autobuses de que disponemos, la experiencia del viajero en aeropuertos y aviones es una secuencia de humillaciones e incomodidades. La vida a veces da vueltas inesperadas.

Y viene en la primera página del libro una declaración de intenciones de su autor, con la que en cierto modo me identifico, y créanme que me preocupa:
Hasta ahora he tenido la desgracia de no poder presentar a mis lectores un libro sobre algún país remoto, exótico y extraordinario. En mis libros no hay mosquitos, ni leones ni chacales, ni objeto alguno sorprendente o raro. Confieso sentir, por otra parte, poca afición por el exotismo. Mi heroísmo y bravura son escasos. Me gustan los países civilizados.
Porque es cierto que en este momento no nos apetece viajar a países donde haya leones o mosquitos anofeles, más no por eso se ha apagado nuestra pasión por lo exótico. O acaso hay algo más exótico que Martin Denny?

Martin Denny - Quiet Village (1958)

miércoles, 4 de abril de 2012

Lost Rivers of London

La primera noticia que tuve de los ríos perdidos de Londres fue en un disco de Coil. La canción aparecía cerrando el Unnatural History III, tercer volumen de una serie que recopilaba temas comercializados en ediciones limitadas o difíciles de encontrar. Según la información del cuadernillo, Lost Rivers of London fue su aportación a un disco doble llamado "Succour", un trabajo colectivo para apoyar a la revista musical Ptolemaic Terrascope. Y debieron de cogerle cariño porque la recuperaron para la edición en vinilo de A Thousand Lights In A Darkened Room de Black Light District, un proyecto paralelo que no tuvo continuidad. La canción la volví a encontrar otra vez en el CD que acompañaba al libro England Hidden Reverse de David Keenan, colaborador de The Wire de quien ya hemos hablado aquí en alguna ocasión, un análisis de la historia de los tres grupos que mejor definen la corriente esotérica en el underground musical británico a partir de los ochenta: Current 93, Nurse With Wound y Coil. En ese libro Drew McDowall, colaborador en el proyecto Black Light District, comentaba que por aquel tiempo el grupo estaba obsesionado con el tema de los ríos perdidos, que ellos percibían como arterias latiendo bajo el suelo de la ciudad; lo que no es de extrañar conociendo la extraordinaria cantidad (y variedad) de psicotropos que solían consumir. Además nos enteramos de que el título de la canción estaba tomado de un libro sobre el tema de Nicholas Barton.

Hace unos veranos encontré una copia del libro de Barton en la biblioteca de la casa londinense en la que nos alojamos y tuve ocasión de leerlo. Ahí fue donde descubrí la existencia del Fleet, del Westbourne, del Effra, del Walbrook, del Tyburn, y de tantos otros afluentes que cruzaban la ciudad para acabar desaguando en el Támesis. La mayoría no llegaban a arroyuelos, pero otros como el Fleet tenían calado suficiente para permitir que subieran barcos. Todos estos ríos acabaron siendo enterrados cuando dejaron de ser necesarios en el devenir de la ciudad para covertirse en pestilentes cloacas al aire libre, perdiéndose con el tiempo la memoria exacta de sus cauces. No obstante siguieron imponiendo su presencia en la geografía de la ciudad, marcando el curso de las calles, los parques o las líneas de metro. Incluso, como habrían dicho Coil y quien crean en tales cosas, en su psicogeografía. Por ejemplo, en el libro de Barton se cita otro de un tal G.W. Lambert titulado "The Geography of London Ghosts" en el que se afirma que la mayoría de los fenómenos paranormales detectados en Londres tienen lugar en la cercanía de antiguos cursos de agua.

Todo esto me lo ha traído a la memoria el último libro que acabo de leer: "London Under: The secret history beneath de streets" de Peter Ackroyd, en el que no sólo se describen los ríos perdidos, sino todo el laberíntico entramado de túneles y pasadizos que horadan literalmente el subsuelo de la ciudad, incluyendo líneas y estaciones de metro abandonadas, faraónicos proyectos de ingeniería inconclusos o la intrincada red de búnkeres del gobierno de Su Majestad. Pero volviendo a los ríos perdidos, yo también he debido de caer presa de su hechizo pues recientemente me compré otro libro sobre el tema: "London's Lost Rivers. A Walker's Guide" de Tom Bolton, que, como su título indica, son rutas a pie por la ciudad siguiendo el trayecto de los ríos perdidos a partir de las referencias que aún pueden encontrarse en la superficie.

Y aquí un brevísimo inciso: no me digan que no sería interesante que alguien hiciera lo mismo con los ríos perdidos sevillanos, con el Tagarete o el Tamarguillo. Al menos para quienes debemos dar a diario largos paseos por prescripción facultativa. Y es que, para ser una ciudad que tanto se mira el ombligo, es sorprendente la poca información que existe sobre cursos de agua que hace unas décadas aún provocaban inundaciones. Quizás esta falta de interés se deba a que en Sevilla la solución no fue convertirlos en corrientes subterráneas sino desviar sus cauces. En cualquier caso, confío en poder realizar algún día las rutas descritas en el libro de Bolton, para lo cual tendría que ir a Londres sin ningún plan preestablecido y con tiempo de sobra por delante; y no como esta vez.

Para que se consuelen durante mi ausencia, les dejo con el tema de Coil que da título al post. La letra se basa en textos de Hubert Crackanthorpe, escritor inglés de la escuela naturalista cuya azarosa vida y misteriosa muerte también merecerían una entrada en el blog. Aunque tendrá que ser en otra ocasión porque ésta ya se está alargando en exceso.


Coil - Lost Rivers of London (1996)