lunes, 20 de mayo de 2013

Opera, mafia e cannoli

Aprovechando nuestra estancia en Palermo fuimos a la ópera, más por conocer el teatro que por interés en la representación. Y es que el Teatro Massimo, además del más grande de los históricos italianos, es sobre todo famoso por ser el escenario de la secuencia final de El Padrino III. Así que a la hora señalada, y mucho más compuestos de lo que solemos para los eventos del Maestranza, que estábamos en tierra extranjera y había que dejar bien alto el pabellón de la elegancia española, ascendimos por las mismas escalinatas en las que mataron a Sofía Coppola dando pie al histriónico grito de Al Pacino que cierra la citada secuencia. Hay que decir que el teatro es precioso y que conserva el encanto de otros tiempos con su correspondiente pátina de decadencia, pátina que cubría también a los asistentes, en su mayoría respetables burgueses palermitanos con alguna que otra marquesona con collares de perlas de varias vueltas como las que dibujaba Serafín en La Codorniz. La obra representada no era esta vez Cavalleria Rusticana sino Aida, que suele ser sinónimo de espectacularidad, pero aquí la crisis también había hecho mella y la versión que nos ofrecieron era bastante pobretona, con un único decorado del que subían y bajaban paneles para representar cambios escénicos y los movimientos de masas habilidosamente resueltos con coreografías exóticas. Las voces, eso sí, eran excelentes, destacando la soprano china Hui He en el papel protagonista, a quien daba réplica el tenor canario Jorge de León. Por cierto que el público de allí es muy aplaudidor, más incluso que el del Maestranza pero no tan dado a los vítores extemporáneos, e interrumpía la función cada vez que algo le gustaba, aunque fueran los coros y danzas.

Hay que hacer constar, en honor a la veracidad histórica, que la representación no se vio interrumpida en ningún momento por disparos cruzados entre familias mafiosas rivales, lo que nos dejó un vago sentimiento de decepción como el que embargaría a los viajeros románticos del XIX al cruzar Sierra Morena en diligencia sin ser asaltados por la banda del Tempranillo. Y es que la mafia, reconozcámoslo, ya no es lo que era, y de hecho en las ciudades ha quedado como simple reclamo para la venta de souvenirs. O, sin ir más lejos, en las novelas del comisario Montalbano (no las he leído, hablo por lo visto en la serie sobre el personaje) donde que los capos de antaño son amables patriarcas que colaboran con la policía en el esclarecimiento de crímenes que les han sido falsamente atribuidos. Lo cual no quiere decir que la onorata società haya desaparecido, que imagino que si colgaron la lupara sería para dedicarse a menesteres más respetables y prósperos como la política, la banca o el negocio inmobiliario. Al igual que en el caso vasco, esta retirada ha traído a la isla una mayor libertad a la hora de enjuiciar los hechos del pasado, no siendo raros las placas y recordatorios en honor de las víctimas. E incluso un día, mientras visitábamos la catedral de Palermo, fuimos sorprendidos por un enorme revuelo de carabinieri, prelados y periodistas, convocados allí por la llegada del féretro con los restos mortales del padre Puglisi, una víctima de la mafia en los años 90 y que ahora iba a ser beatificado. Lo que nos pareció un gesto muy feo por parte de la curia vaticana hacia sus tradicionales aliados después de tantos años de venturosa colaboración, que todo hay que decirlo.

Siguiendo con el relato, cuando salimos de la ópera, y aprovechando que íbamos maqueados, nos fuimos a cenar a la Osteria dei Vespri, uno de los restaurantes mejor valorados de la ciudad, donde dimos cuenta del menú degustación de la casa que hace honor a la fama de la que goza. Como curiosidad, y volviendo a la mitomanía cinematográfica, les cuento que el local ocupa las antiguas caballerizas del Palazzo Ganci, famoso por haberlo elegido Visconti para rodar en sus salones la grandiosa escena del baile de Il Gatopardo. El palazzo se podía visitar hasta no hace mucho, aunque la noble familia que lo habitaba solía exigir unas cantidades desorbitadas por mostrar sus estancias, cantidad que mi señora estaba dispuesta a hacérmela pagar con tal de departir con la aristocracia local. Afortunadamente, y según nos contaron en la Ostería, el último de los herederos había abandonado la isla para establecerse en París cerrando la casa a los forasteros curiosos como nosotros. También nos recomendaron, sabedores de nuestro próximo viaje a Siracusa, que no dejáramos de comer en el restaurante Don Camillo, máximo representante en aquella ciudad de la nueva cocina siciliana, lo que por supuesto hicimos y con idéntico nivel de satisfacción.

Porque ahora por fin entramos en la parte más importante de estas crónicas de viajes y la que más interesa a nuestros lectores, la gastronómica. ¿Y qué les voy a contar que no hayan leído ya mil veces? Pues que en Sicilia se come maravillosamente, y más barato que en la Italia peninsular. Y no sólo en los restaurantes de gran clavazo como los ya citados, sino en cualquier humilde trattoria de barrio, siempre con productos de altísima calidad. Y que tienen también unos excelentes vinos. Los más conocidos son los dulces como el marsala o el moscato. Por cierto que los moscatos que probamos allí no tenían nada que ver con los que se suelen encontrar en España bajo la denominación "Moscato de Asti", que son unos blancos dulzones y con aguja, sino que estaban más en la línea de los olorosos jerezanos. Hay también muy buenos tintos, siendo los más típicos los elaborados con la uva autóctona Nero d'Avola, aunque la revelación del viaje fueron los vinos del Etna, que los crían también blancos, con su característico regusto mineral.En Siracusa descubrimos además que en la isla también se conoce el invento, que hasta entonces creíamos peculiaridad española, de la tienda de ultramarinos. Y vive dios que le sacamos partido, que mientras a mediodía los viajeros centroeuropeos ofrecían la cerviz a los dueños de los restaurantes del Lungomare para que les estoquearan con el pranzo turistico, nosotros buscábamos nuestro hueco en el colmado de los Fratelli Burgio para que nos sorprendieran con sus especialidades. Ellos fueron también nuestra tienda de souvenirs en este viaje, que no tenemos ya edad para andar comprando marionetas. Y de postre cannoli siciliani, el dulce de pasta de harina frita rellena de masa de ricotta por el que mueren los lugareños (sólo hay que recordar cómo lo hace Don Altobello en un palco de nuestro Teatro Massimo envenenado con los que le regala su pérfida ahijada Connie). No llegamos a probar ninguno elaborado por monjas, ni nos atrevimos, pero sí los que hacen en la Pasticceria Mazzara de Palermo que, según dicen ellos, eran los favoritos de Lampedusa, aunque vaya usted a saber. Son exquisitos, mas de digestión nada ligera y no recomendamos enfrentarse a ellos después de una copiosa comida. En cualquier caso, si alguna vez se encontraran en semejante disyuntiva, sigan siempre el sabio consejo de Clemenza: Leave the gun, take the cannoli.


Florinda Bolkan - Metti Una Sera A Cena (1969)

viernes, 10 de mayo de 2013

Escenografías

Obviando los hitos del siglo XX, y aunque conserva aportaciones de todas las culturas que colonizaron la isla, Sicilia es eminentemente barroca, y eso se nota en su pasión por los decorados. Y es que los mecenas de la época no se limitaban a pedirles a sus arquitectos de cámara un palacio o una iglesia, sino que imponían también las vistas y las perspectivas; es decir, la escenografía. Lo cual me recuerda a cierta ocasión en la que fui a una tienda de muebles de diseño con la pretensión de adquirir un sofá elegante para mi piso recién rehabilitado y el dueño, cual esfinge tebana, me planteó el siguiente dilema: “Sí, bien, pero usted realmente ¿viene buscando un sofá o UN ESPACIO?”. Por supuesto en ese momento, y para consternación de mi señora, di media vuelta y me fui a Mi Sofá, que es una tienda de la calle Luis Montoto de toda la vida donde los vendedores no hacen preguntas impertinentes, y compré un sofá sólido, cómodo, barato y sin encanto que me viene prestando un excelente servicio hasta el día de hoy. Pero, como siempre, me voy por las ramas.

Decía que de este gusto por la monumentalidad se aprecia especialmente en las plazas en las que se sitúan los edificios públicos, frecuentemente decoradas con espectaculares fuentes como la Piazza Pretoria de Palermo. En Siracusa, aunque en menor escala, también se aprecia esta pasión por el juego escenográfico, sobre todo en la Piazza del Duomo, donde se halla uno de los edificios más fascinantes de la isla aunque desde fuera no dé esa impresión: el templo griego de Atenea transformado en catedral cristiana. Lamentablemente, cuando estuvimos allí, la plaza sufría un ataque agudo de lo que hemos venido en denominar “teofilismo”, afección urbanística caracterizada por la instalación de elementos efímeros de pésimo gusto (pistas de patinaje, campos de juegos infantiles, mercadillos medievales, ferias de la tapa...) en las zonas más nobles y diáfanas de la ciudad, y cuyo nombre deriva del de cierta alcaldesa gaditana muy aficionada a ello, si bien es cierto que en la actualidad la costumbre ha sido adoptada por regidores de todo signo político y condición. El de Sevilla, sin ir más lejos, es un practicante tan aplicado que amenaza con arrebatarle la primacía a su conmilitona gaditana.

Siguiendo con el arte siciliano, y si finalmente consigo centrarme, les diré que el gran descubrimiento del viaje ha sido Giacomo Serpotta, escultor activo entre los siglos XVII y XVIII y cuyos trabajos en estuco son una de las cumbres del barroco europeo. Y es precisamente por la supuesta pobreza del material con que moldeó sus obras por lo que su nombre no suele tener capítulo propio en los tratados de historia del arte. Pero basta entrar en alguno de los oratorios palermitanos en los que dejó su firma para darse uno cuenta de que Serpotta no era un decorador al uso. Lo descubrimos por casualidad en el de San Domenico, y de ahí le fuimos siguiendo la pista por el de Santa Cita (ambientado ese día con el ensayo de un ensemble de música antigua) y finalmente en el de San Lorenzo, famoso por haber albergado en su retablo un Caravaggio que fue robado en los años 60. En cada uno de ellos idéntica sensación de hallarse ante un artista fuera de lo común. Y es que sólo con el humilde yeso consigue que de las paredes surjan santos, figuras alegóricas, escenas bíblicas, infinidad de traviesos putti y hasta batallas navales, todos engranados y formando parte de una misma idea escénica. Lo cual nos hizo también reflexionar sobre lo mucho que ha ido degradándose hasta nuestros días el oficio de escayolista.

Otra de las razones por las que merece la pena viajar a Sicilia es porque allí se encuentran algunos de los templos griegos mejor conservados del Mediterráneo. En mi anterior visita a la isla ya los recorrí extensamente, y en ésta pensaba llevar a mi señora a ver al menos los de Segesta y Selinunte, pero la incompetencia de los encargados de la agencia Hertz en Palermo nos privaron de tales excursiones, de lo que les aviso para que no contraten alquileres de coches con ellos. Así que terminaremos hablando de otra de las peculiaridades artísticas sicilianas que más nos gustaron: los mosaicos bizantinos con los que los reyes normandos del siglo XII cubrieron el interior de las iglesias que construyeron en Palermo y sus alrededores. Los más espectaculares son los del Duomo di Monreale por las dimensiones del templo, pero incluso en espacios más pequeños como la Capella Palatina del Palazzo dei Normanni la sensación es abrumadora. Todos siguen una secuencia similar: el Cristo Pantocrator en el ábside y luego los ciclos mitológicos correspondientes desplegándose por los muros de las naves como viñetas de un gigantesco comic sobre campo de teselas doradas: la creación, el diluvio, las vidas de los patriarcas, de los apóstoles, de Jesús... Y todo bajo el influjo de un feroz horror vacui que termina cubriendo hasta el más insignificante espacio libre, en las pechinas, las trompas, el intradós de los arcos, con imágenes de santos, arcángeles, serafines o generosos donantes. Como ésta que tienen a su izquierda, fotografiada en la iglesia de La Martorana y que, homenajeando al genial Hematocrítico de Arte, podríamos bautizar libremente como “Mesonera exigiendo el pago de la factura a Tortuga Duende” (La Madonna con il conto della trattoria).


Michael Galasso - Baroque (1992)

sábado, 4 de mayo de 2013

Sicilia según Wallpaper

En nuestro primer paseo por Palermo nos topamos, así de pronto y sin esperarlo, con la horrorosa mole del Palazzo de la Poste, una de las pocas muestras de arquitectura fascista que afean tan hermosa ciudad. Por hacer la gracia comenté en voz alta que si existiera una guía Wallpaper de Palermo, cosa que en aquel momento ignoraba, seguro que este edificio figuraba como uno de los landmarks. A la mañana siguiente, bicheando en la librería que allí tiene Feltrinelli, encontramos la famosa guía y, como no podía ser de otro modo, nada más abrirla apareció la oficina de correos con honores de foto a doble página. Por supuesto mi señora inmediatamente dispuso un cambio en nuestros planes del día para rendir una visita a tan singular edificio público. Que por dentro tampoco es gran cosa, y más tira a lo funcional que hacia el futurismo. Los únicos detalles de interés estaban en la zona del pórtico, con una arcada que recordaba vagamente a las que solía pintar De Chirico antes de su conversión al clasicismo.

El otro landmark del Palermo moderno para nuestra guía era el llamado "rascacielos de la Ina Assitalia", un bloque de oficinas sin ningún encanto en el que nadie se fijaría si estuviera en mitad del barrio de Los Remedios (o zona residencial fea equivalente de la ciudad desde donde se nos lea). El rascacielos, que aun siendo el edificio más alto de Palermo sólo tiene 18 plantas, era el buque insignia de un gran proyecto inmobiliario para revitalizar el centro de la ciudad, en la que también irían tiendas, viviendas y las oficinas del Banco de Sicilia, todo alrededor de una gran plaza porticada. Como suele suceder, y más en Sicilia, el proyecto no pudo terminarse al modo ideado por los arquitectos por falta de fondos y aquello acabó siendo otro quiero y no puedo. En la actualidad, la plaza porticada es un caótico aparcamiento en superficie y los edificios colindantes están pidiendo a gritos un lavado de cara.

Ya saliendo de Palermo, entre las excursiones recomendadas por Wallpaper al turista estaba una visita a Siracusa. Pero no para disfrutar de las vistas de la isla de Ortigia, de sus calles, plazas e iglesias, de su parque arqueológico o sus museos. No. Para los editores de la guía la única visita obligada era al santuario de la Madonna delle Lacrime, un edificio de hormigón proyectado en los años 60 (de hecho recuerda mucho a las cosas que hacía por aquel entonces Niemeyer) aunque no se terminó hasta mediados de los 90. En su momento la erección provocó bastante polémica en la sociedad siracusana, que la veía como un incordio paisajístico y una amenaza a su consideración de ciudad patrimonio de la humanidad, algo similar a lo que sucede ahora en Sevilla con la torre Pelli. Y es cierto que la iglesia, aun estando en la zona moderna, por sus descomunales proporciones impone un impacto visual notable al caserío histórico. Pero si obviamos la cuestión urbanística, como ejemplo de arquitectura contemporánea es realmente notable. La cripta sobre la que se asienta integra elementos arqueológicos descubiertos durante la construcción, mientras que la iglesia en sí plantea un original juego de perspectivas y luces que confluyen en el altar mayor donde se venera la imagen titular. Lo cual es muy interesante porque la famosa Madonna no es más que un cuadrito de escayola de pocos centímetros que un paisano tenía colgado en la cabecera de su cama y del que se cuenta que en 1953 vertió lágrimas humanas al tiempo que realizaba un puñado de curaciones milagrosas. Que semejante patraña haya llevado en pleno siglo XX a la construcción de un hito de la arquitectura moderna para albergar el icono objeto de latría y encauzar los flujos de sus adoradores es lo que más nos debería hacer reflexionar. Y eso, ya lo hemos dicho varias veces, es la función del arte.


Die Moulinettes - Alfio Brambilla (2001)