viernes, 20 de septiembre de 2013

Bichinho

Bichinho (literalmente "bichito") es una aldea en el término municipal de Prados, estado de Minas Gerais, en Brasil. Su curioso nombre no obedece a la abundancia de artrópodos en la zona ni a ninguna infestación capilar endémica entre sus vecinos, sino a las figuritas de artesanía por las que el pueblo es famoso. En realidad, y aunque todo el mundo lo conoce por Bichinho, su nombre oficial es Vitoriano Veloso, homenaje a uno de los héroes de la independencia brasileña. Veloso fue un esclavo negro liberado que desempeñó un papel secundario en la Inconfidencia Mineira, una conjura separatista de finales del siglo XVIII contra la corona portuguesa. El complot resultó un fracaso y la mayoría de los conspiradores, incluido Veloso, fueron castigados con el destierro a Mozambique y otras colonias africanas. Quien se llevó la peor parte fue un alférez y dentista llamado Joaquim José da Silva, por mal nombre "Tiradentes" (es decir "sacamuelas"), que asumió toda la culpa de sus compañeros y fue por ello ahorcado y descuartizado. Tiradentes, a pesar de ser un perfecto desconocido por estos lares, es un personaje histórico muy importante en Brasil, y no hay ciudad sin una calle o plaza en su honor. Y también, como Veloso, da su nombre a otro pueblo de Minas Gerais, muy cerca de Bichinho.

Tiradentes es una localidad próspera y un popular destino turístico del interior. Es patrimonio nacional y conserva en bastante buen estado el casco histórico de época colonial, siendo sede de importantes acontecimientos culturales como su famoso festival gastronómico, que la mala suerte quiso que este año se celebrara justo una semana después de nuestra visita. Una ciudad pintoresca que, sin poder considerarse una tourist trap, a mí llegó a recordarme la deriva que tomó la aldea de Asterix en "La residencia de los dioses" tras la llegada de los inquilinos romanos, aunque en lugar de "pescados y antigüedades " el comercio local se dedicara casi en exclusividad a la venta de los productos que fabrican los artesanos de la vecina Bichinho. Que es una aldehuela sin encanto como tantas, un conjunto de casas de ladrillo levantadas por sus moradores a lo largo de una carretera mal empedrada.

Los artesanos de Bichinho no están especializados en un material o forma, como sucede en otros lugares, sino que lo abarcan todo: bordados, cerámica, madera, piedra... Entre lo más característico están los panos de prato, paños de cocina elaborados con las telas de los sacos de arroz, las gallinas de Guinea de madera (que allí son llamadas "de Angola", cosas de la commonwealth lusa), y las namoradeiras, figuritas que se colocan en los alféizares y representan a indolentes mulatas a la espera de quien las galantee. A pesar de su potencial como centro productor de artesanía, Bichinho sigue siendo un pueblo pobre. Hasta hace poco hasta allí sólo llegaban los comerciantes de Tiradentes y de otras capitales para comprar objetos que luego revenderían en sus tiendas por un precio muy superior. Pero las cosas van cambiando poco a poco. Los artesanos ya empiezan a vender directamente al público sus creaciones, los visitantes van llegando y se va creando una mínima infraestructura turística. Y sin duda una gran parte del mérito la tiene Doña Angela.

La historia, según nos contaron, empezó hace unos años cuando Doña Ángela se quedó viuda y sin ninguna fuente de ingresos. Aleccionada por el cura de la localidad, que conocía su reputación de buena cocinera, empezó a servir comidas en su casa a los pocos forasteros que llegaban a Bichinho. Téngase en cuenta que en aquel momento en el pueblo no había ningún bar ni restaurante, y comerciantes y viajantes debían volver a Tiradentes a la hora de comer. Por eso era cuestión de tiempo que la fama de aquella señora que daba espléndidos almuerzos en la cocina de su casa por un precio irrisorio empezara a correr de boca en boca, y que la visita a Doña Angela fuera per se un motivo suficiente para subir a Bichinho. Obviamente la casa se quedó pequeña para acoger a tantos comensales y tuvo que montar cobertizos en los terrenos aledaños e implicar a todos sus hijos en el negocio. Por si fuera poco, y para que la cosa adquiriera ya tintes de anuncio de Aquarius, unos periodistas del New York Times que estaban recorriendo Minas Gerais pararon un día allí a comer y tanto lo elogiaron en su artículo (the greatest lunch deal in the Western Hemisphere, llegaban a llamarlo) que la casa alcanzó fama mundial y se ha convertido en un atractivo turístico más de la zona.

Es muy poco recomendable ir al Tempero de Angela (que así se llama el negocio) en fin de semana, ya que las esperas para conseguir mesa pueden ser de varias horas. Nosotros fuimos un lunes y no tuvimos problemas; en seguida nos acomodaron en una mesa con mantel de hule de la zona noble: un cobertizo de madera y bambú anexo a la casa y con acceso directo a la cocina. Porque allí es el cliente quien se sirve lo que le apetece. En la zona de servicio de la cocina, dos enormes fogones de leña mantenían calientes una veintena de ollas de piedra negra con los guisos del día. Sobre una mesa, varias bandejas con frutas de delicioso aspecto ya peladas y cortadas y verduras frescas de todo tipo y diferentes aliños. En la zona de trabajo aledaña y a la vista de los comensales tres mujeres de edad indefinida y redecillas en el pelo se afanaban sobre otros fogones de leña para que no faltara nunca comida en los pucheros. Mesas y vasares con platos y cubiertos. Y un deseo general de disfrutar de un bom apetite, necesario para que ninguna de esas joyas artesanas de la cocina de Minas Gerais quedara sin catar.

Porque lo que siguió fue una de las epifanías gastronómicas más maravillosas que he tenido ocasión de gozar en mi ya larga vida, a la altura de los mejores momentos que haya podido contarles en este o anteriores blogs. Sin entrar en fatigosos detalles, que este post ya se está alargando en exceso, les diré que la base de la comida mineira es la feijoada, guiso de frijoles con carne que por lo general se acompaña de arroz, farofa (harina de mandioca) y grelos. Pero aparte de eso había carnes, de porco y de frango, preparadas de innumerables modos a cuál más delicioso. Y crujientes frituras. Y qué decir de las verduras! Cultivadas por la familia en su propio huerto, que está al lado del comedor a la vista de todos y que haría volverse verde de la envidia a Jamie Oliver. Y las frutas! Y los pasteles de postre... contra cuyo pecaminoso dulzor mi endocrino me tendrá ya aparejada una amarga penitencia... Pues bien, probar todas y cada una de esas exquisiteces y repetir de las que más hayan gustado hasta quedar saciado vale sólo veinte reales por persona (bebidas aparte), que al cambio equivalen a unos seis euros y medio. Eso sí, en carteles bien visibles se advierte que a quienes desperdicien comida sirviéndose más raciones de las que puedan abarcar se les cobrará una tasa adicional, lo cual nos parece muy bien y digno de ser imitado. Y es que Doña Ángela no quiere perder a su clientela de siempre subiendo los precios para que la cabaña se le llene de pijos paulistas y cariocas. Yo me temo que con esa actitud no va a conseguir nunca una estrella Michelin, pero también me da la impresión de que no es algo que le quite el sueño.

El final de la historia es que Doña Ángela ha acabado haciéndose rica, y vive dios que se me ocurren pocas formas más honradas y legítimas de triunfar en esta vida. Por lo visto con el dinero ganado está comprando casas y tierras para dejar a sus hijos, y es posiblemente una de las mayores propietarias del lugar. Mas no por ello ha abandonado su cocina, que allí sigue todos los días del año, sin descansar ni uno solo, al pie del fogón, para dar de comer a sus clientes de siempre y a quienes como nosotros nos hemos convertido ya en sus más rendidos admiradores. Su negocio atrae visitantes al pueblo, que ya de paso compran algún recuerdo a los artesanos. Y como algunos días las colas para entrar en el Tempero de Angela pueden llegar a ser desesperantes, a su alrededor han surgido otros restaurantes que tratan de imitar el modelo y también prosperan a costa de los impacientes.

Y aquí se acaba la historia, una más con final feliz, como tantas que nos han contado y hemos vivido en Brasil. Disculpen que me haya extendido tanto pero pienso que el asunto lo merecía. Lamentablemente la semana que viene empieza el curso académico y ya saben que eso suele implicar menos tiempo para actualizar el blog. Pero bueno, yo creo que con ésta se van haciendo una idea de lo que es aquel país.


Tim Maia - Que Beleza (1974)