sábado, 23 de febrero de 2013

Ola Ke Ase

Pues aquí me tienen de nuevo, dispuesto a continuar con el blog después de otra de mis impresentables espantadas. Esta vez el habitual periodo de bloqueo provocado por las obligaciones laborales ha sido coronado por los fastos que celebraban el paso oficial a la edad madura. Pero ya cumplidos los ritos que prescribe la costumbre me dispongo a continuar mi batalla virtual contra la ignorancia y la barbarie, del mismo modo que los troyanos, una vez que finalizaron los funerales del valerosísimo Héctor, domador de caballos, barrieron las cenizas del difunto y se aprestaron a defender las murallas de Ilión de las acometidas aqueas.

Ah, la guerra de Troya; la única guerra noble de la que puede presumir la Historia. Una guerra sin buenos ni malos y combates singulares de hombre a hombre. Tanto que hasta el relato de Homero da cuenta de los nombres y la genealogía de cada uno de los que van cayendo, nada que ver con el body count a que nos tienen acostumbrados los relatos bélicos de entonces a esta parte. Hubo violencia sí, algo inevitable en un conflicto armado entre grupos humanos, pero también caballerosidad y respeto al adversario. Una rivalidad modélica como la que siglos más tarde recreara el gran Chuck Jones para las Looney Tunes de la Warner Bros. con los personajes del lobo Ralph  y el perro ovejero Sam, esos que se saludaban al tiempo de fichar e instantes después andaban despedazándose de acuerdo con las obligaciones que la naturaleza impuso a sus respectivos linajes.

Mas toda esa cortesía a la hora de liquidar al enemigo (y vuelvo de nuevo a Troya) se acabó cuando los griegos, quizás cansados del juego que ya se alargaba demasiado, le encargaron la solución final al listo que hay en todas las pandillas, al que siempre sabe cómo evitar las colas y saltarse los trámites administrativos, al fecundo en ardides Odiseo, que seguro que también era quien le hacía la declaración de la renta a Agamenón y no incluía el botín de guerra en la casilla de ganancias patrimoniales para que le saliera a devolver. Porque el truco de hacer como que nos vamos y dejar el caballo de madera marca Acme con la bomba de relojería dentro estuvo muy feo, y de aquel lamentable episodio deriva en gran parte la desconfianza en el prójimo que hoy nos atenaza.

Pues eso, que al igual que el artero Odiseo, además de esquivar los Escila y Caribdis del trabajo y las celebraciones también he tenido que luchar contra los cantos de sirenas que en la forma de redes sociales han sido en gran parte culpables de que digresiones como la anterior no hayan llegado a sus pantallas con la regularidad debida. La última a la que me he aficionado tiene por nombre Twitter y es uno de los sumideros de tiempo más eficaces que he conocido, y eso que no es nada original ya que se basa en la producción de aforismos con un número limitado de caracteres. Pero es que, además de mi natural tendencia a la procrastinación, yo siempre he sido aficionado al género epigramático, no tanto por el componente sapiencial sino por su cómoda lectura. Sin ir más lejos ahora mismo estoy leyendo las Máximas del Conde de la Rochefoucauld en una edición de bolsillo que me acompaña en salas de espera y demás tiempos muertos, y en la que he encontrado algunos tuits que se adaptan como un guante de seda a mi realidad presente. Como éste:
"Gustan los viejos de dar buenos consejos para consolarse de no estar ya en condiciones de dar malos ejemplos".
Y sólo en 108 caracteres, todavía le daba incluso para un hashtag.


Juaneco y su Combo - Ya se ha muerto mi abuelo (1979)