viernes, 28 de octubre de 2011

Breve noticia del Doctor Thebussem

Nacido en Medina Sidonia en 1828, su verdadero nombre fue Mariano Pardo de Figueroa y Serna, aunque bien pronto adoptara en sus escritos el seudónimo de Doctor Thebussem, que no es sino anagrama de “embuste”. Durante su larga vida escribió sobre todo lo divino y lo humano, de arqueología, de historia, de literatura, de gastronomía, de tauromaquia o del servicio postal, una de sus obsesiones con la que a la larga acabó ganándose el nombramiento de Cartero Honorario, con derecho a uso de uniforme y gorra reglamentarios. Escritos que o bien enviaba a los periódicos de la época para su publicación o bien editaba a su costa en cuidadas y cortas ediciones que repartía gratuitamente entre amigos y corresponsales, de ahí el altísimo precio que alcanzan hoy día en el mercado de anticuario. Podía hacerlo porque, al ser mayorazgo de una rica e hidalga familia asidonense, vivía holgadamente de sus rentas sin que haya constancia de que jamás diera un palo al agua. De haber tenido la desgracia de vivir en nuestra época seguramente sería bloguero y fanático de las redes sociales. Fue amigo de Alfonso XII, de Zorrilla, de Valera, de Hartzembusch, y de casi todas las mentes preclaras de su época que, a decir verdad, tampoco eran tantas ni tan preclaras. Aunque partidario de los avances técnicos, en todo lo demás era conservador, y tenía especial inquina a la manía de los ayuntamientos españoles de cambiar el nombre tradicional de las calles por los de próceres más o menos desconocidos; a pesar de lo cual tuvo que soportar en vida la indignidad de que el de Medina Sidonia le homenajeara bautizando a su propia calle como Doctor Thebussem.

Hay una excelente y recomendable biografía escrita por Iñigo Ybarra y publicada por Renacimiento.


Frankie Lane - Flamenco (1952)

miércoles, 19 de octubre de 2011

American Horror Story

Hace ya algún tiempo les conté, desde otra tribuna virtual, mis frustrados intentos por engancharme a alguna serie de televisión moderna desde el primer episodio y no les voy a volver a aburrir con las razones. En aquella ocasión se trataba de The Walking Dead, cuyo episodio piloto había sido elevado por varios de mis conocidos más fiables a la categoría de hito catódico de la nueva era o algo así. Al final resultó ser una sucesión de todos los topicazos propios del cine de zombies. Que en una película se soportan porque dura hora y media, pero condenarse de antemano a aguantar una nadería estirada artificialmente para ocupar trece episodios de una hora me parecía poco inteligente. De modo que la dejé correr. Pero la pasada semana se volvió a montar un revuelo similar en las redes sociales que frecuento por el estreno de una nueva serie de terror que, según quienes habían visto el primer episodio, prometía emoción, sustos y sexo bizarro. Y me pareció una buena ocasión para volver a intentarlo, que el terror clásico (casas encantadas con fantasmas y una dosis moderada de gore) suele gustarme. Y si está bien hecho hasta paso miedo, lo que en mi caso es una escala eficacísima para puntuar las películas del género. Así que una vez más, aprovechando que mi señora se había marchado a visitar a la familia, me encerré en casa, me serví un manhattan muy cargado, bajé las persianas, apagué la luz y me dispuse a que el terror se apoderara de mí. A todo esto, no se si he dicho ya que la serie se llama American Horror Story; y si tienen interés en verla no lean el siguiente párrafo porque es todo él un puro spoiler. Aunque antes, y por el compromiso adquirido con mis lectores, les tengo que advertir de que es malísima y de que no da ni siquiera un poquito de miedo. Y ahora sí, ya pueden descargársela antes de que la ministra Sinde apruebe una nueva ley que lo prohíba más todavía.

Y es que volvemos a lo mismo: encadenamiento de todos los tópicos del género sin importar lo manidos que estén. La serie va de la típica casa endemoniada; y ahí tenemos ya el primer fallo que es de localización: la casa no impone ningún respeto. No digo que tenga que ser la casa de Norman Bates, pero de ahí a vendernos un caserón de ladrillo visto sin ninguna personalidad hay una gradación. La casa, obviamente, tiene una historia truculenta, pues en ella se han cometido en sucesivas épocas horribles crímenes de todo tipo. De hecho el episodio comienza con uno de ellos, para que vayamos entrando en materia. Por esa razón (y no por la crisis inmobiliaria) el caserón se vende a un precio muy por debajo de su valor real de mercado. Lo increíble es que la familia protagonista, que no parece sufrir estrecheces económicas, conociendo la historia va y lo compra! Y eso que se mudan para olvidar una serie de trágicos acontecimientos y superar una crisis matrimonial. Es todo muy absurdo, es como si yo vendiera mi piso y me fuera a vivir al de la familia Carcaño porque nadie lo quiere y me lo venden muy barato. En fin, sigamos: en esta familia hay además una hija problemática e introvertida. Eso siempre es un consuelo, porque si fuera cheerleader o la chica más popular del instituto acabaría degollada en un par de episodios. Lo de la hija conflictiva es otro clásico del género: ésta no es gótica como la de Beetlejuice, pero para demostrar que es muy siniestra nos dice que escucha a... Morrisey! Le ponen a Diamanda Galas y le da un soponcio!

Y seguimos con la dramatis personae. Están también los clásicos freaks, personajes siniestros que se cuelan en la casa para aconsejar a sus habitantes que la abandonen cuando aún están a tiempo, y de paso pegarles unos sustos de muerte. De momento hay dos que están en nómina, una niña con síndrome de Down y un psicópata con media cara quemada que recuerda muchísimo al predicador de Poltergeist II. Por supuesto no puede faltar la siniestra ama de llaves, que ha conocido a todos los anteriores inquilinos del caserón, fue testigo de todas las matanzas y por razones inexplicables aún la siguen contratando. Y como les considero inteligentes y duchos en el género no creo necesario contarles que el ama de llaves en realidad está muerta. Sí, como la de Los Otros. Para rematar el disparate, el paterfamilias, que es psiquiatra, monta la consulta en el saloncito y recibe allí a los tarados con instintos criminales de la vecindad. Ah, y hay muchos flashes. No flashbacks ni flashforwards, no: flashes. Y es que en el sótano, que es el centro diabólico de la casa, las bombillas nunca funcionan ni nadie se preocupa de cambiarlas, por lo que, para que el espectador vea algo, se recurre a flashes, fogonazos de luz que muestran rostros malignos agazapados en la oscuridad. Creo que la primera vez que me hicieron ese truco fue en El Exorcista (1973) y recuerdo que me asustó. El capítulo termina insinuando que en próximas entregas se va a meter con calzador un remake de Rosemary's Baby.

Y con eso creo que se lo he contado casi todo. Añádanle que el director ejerce su oficio como si la toda la historia del séptimo arte se resumiera en las siete películas que hay entre Saw y Saw VII, y se podrán hacer una idea del resto. Así que definitivamente arrojo la toalla y abandono toda esperanza de ver desde el principio una serie que me guste. A partir de ahora sólo haré sufrir a la ministra Sinde descargando largometrajes con copyright, y dejaré a otros el financiar a los piratas que trafican con series televisivas. Y ni siquiera pienso ver las más laureadas como The Wire, Breaking Bad o Mad Men. De esta última he estado viendo algunos capítulos de las últimas temporadas y pienso que los guiones ya no están a la altura de los primeros. Lo que es lógico y natural. Por unos años la gente ha estado convencida de que en los departamentos creativos de HBO y AMC habitaba una generación de genios de inagotable imaginación capaces de sacar al aire una obra maestra cada veinticuatro horas. Y las cosas no son así. Los directores de cine pueden considerarse felices si consiguen rodar una buena película cada dos o tres años, no hablemos de obras maestras. Yo pienso volver por tanto a los humildes orígenes de la televisión, al humor ingenioso y doméstico de las series de toda la vida. Y si algún día sentado delante del televisor me pongo a zapear y me encuentro con algún episodio empezado y cien veces visto de My name is Earl, de Malcolm in the middle o de Alf, me daré por muy satisfecho.


Hot Blood - Terror in the Dance Floor (1976)

jueves, 13 de octubre de 2011

Melancólico rococó

Creo haber comentado en algún otro sitio (suele ocurrir cuando uno ha pasado por tantos medios que se autoplagia y no sabe de dónde) que mi rechazo visceral hacia el teatro español del siglo de oro proviene de la adolescencia, cuando en el colegio me obligaron a leer El Caballero de Olmedo y otros dramones en verso de semejante factura. Porque uno en aquellos años andaba descubriendo cada día autores fascinantes, y se iba a la cama temprano para leer a Lovecraft, a Arthur C. Clarke, a Ursula K. Leguin, a Bradbury, a Huxley, a Cunqueiro, a Perucho, a Graves, a Borges, a Cortázar, a Marx (Groucho, no se confundan)... Y tener que sustituir el placer que me producía su lectura por la pesadez de los empalagosos ripios de los vates castellanos era algo que me sacaba de quicio. Pero no debía de ser todo rebeldía juvenil, porque luego he seguido leyendo con agrado a Rojas, a Quevedo, a Gracián o a Vélez de Guevara, de lo que deduzco que algún sentido literario había desarrollado yo en tan temprana edad y me daba cuenta del truño que nos pretendían colar. Porque, además, en mi precocidad, ya había leído alguna cosa de Shakespeare, y ninguna de nuestras glorias teatrales resistía la comparación. Y ni falta hace haberlo leído para percatarse de ello; sólo hay que fijarse en las adaptaciones cinematográficas que se han hecho de las obras de uno y de los otros.

Y si leer a los clásicos casposos no fuera suficiente castigo, después había que escribir un comentario de textos; cómo los odiaba! Entiéndaseme: había leído a Lope, había cumplido con lo que se esperaba de un bachiller de los de antes de la Logse; a qué perder más tiempo en ello? Que estaba uno deseando tirar por la ventana a los hidalgos, a las sus damas y a sus honras y descender una vez más a las profundidades de R'lyeh, donde el gran Cthulu dormía su sueño de milenios bajo bóvedas cubiertas de verdoso limo. Libros había incluso que, en terminándolos, volvía a empezarlos de nuevo desde la primera página. Y es que la pasión de la lectura en un adolescente es lo más parecido a una adicción: tantos libros por leer, tantos autores por descubrir, y tan poco dinero para financiar el vicio. Pero tenía uno todo el tiempo del mundo por delante. Ahora, ay, eso es lo que más echamos de menos. Ahora, cuando los libros aún por leer amenazan con colapsar las estanterías bajo su peso, el temor es a no poder dar cuenta de ellos y de los que inexorablemente vendrán en lo que nos quede de vida. Por eso leemos tres o cuatro libros a la vez, y a la carrera, para acabarlos cuanto antes y poder empezar otros. Y lo peor de todo es que ya apenas releemos, y cuando lo hacemos es por error, porque habíamos olvidado que ese libro ya lo leímos hace años. Porque esa es otra: la memoria. Que si no me falla, recuerdo que les conté que una de las razones para mantener el blog es precisamente lo mucho que me falla, lo cual es un puro galimatías. Es decir, el blog me sirve para recordar lo que se me ha ocurrido o lo que he hecho. Y también lo que he leído. Así que recuperaremos de vez en cuando el odioso comentario de textos para reseñar algún libro que me haya gustado.

Como éste que les traigo hoy: Melancólico Rococó, del pintor Guillermo Pérez Villalta, editado por la galería Rafael Ortiz en su colección "La cara oculta", dedicada a la obra escrita de artistas plásticos. Libro breve pero enjundioso, que se lee del tirón y que pide relectura. Porque el autor no habla sólo de Watteau, de Fragonard o de Tiepolo, sino que aprovecha la vindicación del rococó, estilo artístico relegado por la crítica moderna a los sótanos de los museos, para hacer un viaje por subgéneros aún menos presentables en sociedad y romper lanzas a favor de esas obras que habituamente sólo merecen calificativos denigrantes como hortera, cursi o kitsch. Todo lo cual no deja de ser una enorme provocación dirigida contra los provocadores profesionales, esos comisarios y artistas que pescan en las revueltas aguas conceptuales. Pero está planteada con tanto rigor, desde el conocimiento de la historia y la consideración del arte como oficio, que aun estando en desacuerdo con algunas de sus afirmaciones más bizarras hay que coincidir con él en muchas de las cosas que defiende. Por ejemplo en su valoración de la época clásica de Walt Disney como una de las cimas del arte del siglo XX. Además el libro está muy bien escrito, expresa ideas claras y, a poco que uno tenga una mínima cultura artística, se entiende perfectamente; un estilo en los antípodas de la huera retórica escolástica que suelen emplear críticos y comisarios. Se echan en falta imágenes de las obras que se citan, algo que obedece al diseño de la colección y de lo que se queja también el propio autor que remite a los lectores a internet. Mi señora publicó una brillante y completa reseña en Diario de Sevilla con motivo de la presentación del libro en la que recogía algunos de los jugosos comentarios del autor. Ya les anticipo que la última frase es antológica.


Klaus Nomi - The Cold Song (1981)

sábado, 1 de octubre de 2011

San Silvio ora pro nobis

Se celebra estos días el décimo aniversario de la muerte de Silvio, ascendido por aclamación a los altares del santoral rockero sevillano y nombrado por no se sabe quién su santo patrono. Y no es que me importe, pero echa uno en falta que durante el proceso de canonización no se haya pronunciado esa figura que nunca faltaba en los de la iglesia católica, al menos hasta no hace mucho, cuando les entró el furor por canonizar en masa y a toda prisa a pontífices retrógrados, fundadores de órdenes religiosas ultramontanas y mártires bajo el terror marxista. Me refiero al abogado del diablo, cuya función era examinar fríamente los hechos aportados por el postulador de la causa, sin dejarse influenciar por el ambiente favorable ni por el fervor de las masas; y exigir pruebas que avalaran las supuestas virtudes del candidato, sacando a la luz si fuese necesario aspectos oscuros de su biografía. Así que voy a arrogarme ese papel, aún asumiendo que soy lego en derecho canónico y que sólo tengo un somero conocimiento de la historia del rock sevillano.

Y a las pruebas me remito: los discos. De todos los que publicó en vida, y aún sumándole los póstumos, sólo sacamos uno bueno, excelente incluso, y el resto un puñado de banalidades situadas en el espectro que va de lo insustancial a lo bochornoso. La obra maestra se llamó "Al Este del Edén" y fue su primer disco, un trabajo perfecto sin que hasta el momento nadie haya sido capaz de explicar por qué. Porque los músicos eran los mismos (o parecidos) a los que grabaron los siguientes álbumes, y ninguno de ellos ha llegado a semejante nivel en ninguna de sus múltiples reencarnaciones. Cierto es que por aquel entonces Silvio mantenía aún una buena voz, pero su contribución creativa, según cuentan testigos presenciales, fue nula o casi inexistente. En cualquier caso ya tenemos un milagro que incorporar al proceso. O no lo es tanto?

Aquí haremos una de esas digresiones que van camino de convertirse en marca de la casa: han notado que la principal características de los grupos sevillanos, al menos durante la edad de oro que establecemos en los sesenta y setenta, es que su primer disco siempre es el mejor, y además con gran diferencia? Hagan un poco de memoria y yo les ayudo con los ejemplos más notables: Smash, Triana, Lole y Manuel, Imán, Veneno... Pareciera como si toda la fuerza creativa de los músicos sevillanos se consumiera en el primer envite y luego no fueran capaces de estar a la altura. Y lo sorprendente es que ese primer disco no es solamente bueno, sino a menudo excepcional, pasmoso, innovador, un soplo de aire fresco con entidad suficiente para pasar a la Historia. Vuelvan ahora sus ojos a la historia de cualquiera de sus grupos favoritos extranjeros y verán que el magnum opus suele aparecer, en la mayoría de los casos, tras una carrera de años, después de haber buscado y perfeccionado su estilo en varias obras menores. Y sin embargo los grupos sevillanos encuentran la perfección a la primera, casi de la nada, y luego vuelven a desvanecen en esa misma nada o siguen produciendo discos mediocres durante el resto de su vida artística. Es un curioso misterio, pero ya digo que en los procesos de santidad nunca faltan los hechos inexplicables.

Volviendo al grano, qué otros méritos se han podido aportar al expediente de canonización de Silvio? Las actuaciones en directo, dirán muchos. Y no dudo que habrá quien las tenga por míticas, pero en mi opinión eran un completo despropósito. Asistí a unas cuantas, y no de las últimas, y en todas tuve la misma impresión: un puñado de músicos sin demasiados escrúpulos que suben al escenario a un señor completamente alcoholizado para que el público se ría a su costa. Una situación bastante desagradable, al menos para mis estándares. Entonces, si de su carrera sólo se salva un disco, si los conciertos provocaban vergüenza ajena, si no hay, en resumen, argumentos musicales que justifiquen su canonización, si además no murió joven ni dejó un cadáver hermoso sino todo lo contrario, qué es lo que nos queda? Las anécdotas. Al final, el mito de Silvio se basa en un puñado de anécdotas, apócrifas las más, de lo que hizo aquel día, lo que se gastó o lo que se bebió; pero sobre todo de lo que dijo: aquella máxima sentenciosa bañada en alcohol y pronunciada copazo de coñac en ristre, la respuesta ingeniosa a un periodista igualmente bebido, algún estribillo repetido con etílica insistencia... Las mismas (o parecidas) anécdotas que podría contar mi abuelo del bizco Pardal o del Marqués de las Cabriolas.

Esos, y no otros, son los méritos que ha encontrado este abogado del diablo. Suficientes, por lo visto, para convertirle en mito y otrogarle en vida la Medalla al Mérito Rockero, una especie de Llave del Cante moderna que se sacó de la manga para hacerse notar cierto personajillo local que ahora va por las televisiones del régimen de valedor de la copla. Y si aquella pantomima descarada contó hasta con el apoyo del Ayuntamiento - siendo cónsules Alejandro Rojas-Marcos y Soledad Becerril - y con el fervor de toda la Sevilla rockera de la época (los documentos lo demuestran) difícil va a ser oponerse en un tribunal formado por siervos de su propia congregación a lo que, desde mi punto de vista, es un error y un dislate. Pero bueno, tampoco me va nada en ello y no voy a ser yo quien en su décimo aniversario les agüe la fiesta a los fieles. Y además: no hicieron santo en León al Genarín, que era como mínimo tan beodo y ni siquiera grabó discos, y ahora tiene hasta procesión el Jueves Santo? Pues entonces, a qué ponernos tiquismiquis?

El abogado del diablo entierra discretamente el sobre lacrado con su informe en las brasas de la estufa de la sala de vistas, pone su firma y rúbrica bajo el nihil obstat del acta de canonización, se cala el bonete, recoge el manteo y sale del tribunal silbando "Marie's the name...". Y aquí paz y después gloria. Todo lo anterior dicho sin ánimo de crear polémica.


Silvio y Luzbel - Al este del Edén (1980)