jueves, 27 de junio de 2013

Otra noche en la ópera

Repaso las entradas del blog de un año a esta parte y sólo encuentro crónicas de viajes. Que están bien porque me sirven de diario para proteger los recuerdos frente a las lagunas de memoria, que era uno de mis objetivos cuando me metí en este proyecto aunque no el único. Sobre todo se trataba de crear un espacio de reflexión, algo que me viene igualmente bien para ejercitar las neuronas y de lo que en general andamos todos muy faltos. Y es que la blogosfera está de capa caída, es algo que salta la vista. Sólo hay que darse un paseo por esos enlaces que figuran a su derecha, criaturas virtuales de algunas de las mentes más brillantes de nuestro entorno, y ver el estado de abandono en que se encuentran la mayoría de ellas. De hecho, salvo las que están ligadas a algún proyecto laboral y alguna otra rara excepción, casi todas languidecen con un post de hace meses, años incluso, como última entrada. Y es normal, de todo se cansa uno y hay épocas en las que las muchas obligaciones que nos echamos a la espalda disuaden de dedicarle su merecido tiempo al blog; a mí me suele pasar con demasiada frecuencia y ustedes ya lo saben. Pero no me cabe duda de que una gran parte de responsabilidad la tienen las redes sociales instantáneas tipo Facebook o Twitter, que actúan como los psicotrópicos más adictivos produciendo una recompensa inmediata en forma de comentarios, "me gustas" y "retuiteos". Y como un adicto se comporta el asiduo a esas redes, abandonando hábitos más sanos si alguna vez los tuvo entre los que se encuentra la actualización periódica de los blogs. Que si se quiere hacer bien no es algo para lo que baste un pensamiento ingenioso en 140 caracteres o un vídeo con gatos, sino que requiere de documentación, reflexión y elaboración. Algo que nunca ha sido fácil y menos con tanto señuelo mediático como ahora reclama nuestra atención. No es que quiera reñir a mis corresponsales, que luego soy yo el primero que pega la espantada, pero sí animarles a que nos vuelvan a alegrar el día con los frutos de su cacumen. Y para dar ejemplo, me comprometo a mantener el blog actualizado hasta el inevitable hiato vacacional.

Así que enlazo con el último post y les cuento que la semana pasada fuimos a la ópera. El Maestranza programaba Rigoletto y tenía curiosidad por comprobar si su fama está fundada o es sólo producto de un aria más que pegadiza. Y no, la ópera en sí no es gran cosa, pero tuvimos de la inmensa suerte de que el papel protagonista se le hubiera encomendado al gran Leo Nucci, que con más de setenta años y varios centenares de rigolettos sobre su joroba es de todos los barítonos de la escena mundial el que mejor puede encarnar al desgraciado bufón mantuano. Porque Nucci es más que una voz (que la conserva aún magnífica); es un inmenso actor que se mete en el personaje y consigue emocionar a pesar de las inverosimilitudes del libreto. Tanto que el público se entregó a él desde el primer momento y hasta le obligó a interpretar un bis al salir a saludar tras el segundo acto ya con el telón bajado, algo inédito en la historia de este teatro. Evidentemente la gente estaba ese día más aplaudidora de lo que suele ser costumbre, en gran parte debido a la generosidad de la empresa repartiendo entradas a amigos, afines y compañeros para evitar a los intérpretes el deprimente espectáculo de una platea vacía. Circunstancia inusual y anómala que me hizo pensar, y ahora me lleva a reconducir lo que iba a ser una amable reseña operística hacia una dirección más crítica.

Y es que gran parte de las óperas hoy consideradas clásicas del género, de Las Bodas de Fígaro a esta parte, fueron en su momento consideradas escandalosas cuando no directamente subversivas por defender en sus libretos algo tan disparatado como los derechos del individuo frente a un poder opresor (clase, estado, iglesia, potencia invasora...). Paradójicamente quienes financiaban estas molestas representaciones fueron primero los nobles y más tarde la burguesía que, tras el vacío dejado por las revoluciones del XVIII y XIX, hizo suyos palcos y plateas. Desde entonces poco ha cambiado la composición del abono operístico, salvo por la incorporación de ese nuevo cupo de señores a los que los siervos eligen periódicamente por puro placer masoquista. Los mensajes disolventes de antaño, convenientemente apisonados bajo capas de exacerbado lirismo, sirven ahora de fondo amable para las paradas rituales de la clase dominante, del mismo modo que los dichos filocomunistas atribuidos a Jesús de Nazaret sustentan su discurso moral. Y lo más escandaloso es que, pese a que la mayoría de la sociedad está excluida de su disfrute por razones económicas y culturales, la ópera sigue siendo un espectáculo altamente subvencionado por nuestros impuestos. Reconozco que en este asunto he mantenido hasta ahora una postura ambigua, ya que siempre he defendido que es obligación de los poderes públicos apoyar las artes. Pero en la presente situación, cuando el estado del bienestar está siendo desmantelado ante nuestras propias narices, continuar con esta situación me parece obsceno. Sobre todo porque el abonado de la ópera no está sufriendo del mismo modo que el resto de la sociedad los recortes en sanidad, educación o servicios sociales, pues no suele hacer uso de ellos. Que se retire por tanto la subvención a la ópera, castigados sin su diversión de clase predilecta; y si quieren seguir conservándola que corran ellos con los gastos, que veréis cómo no.

Se me responderá que si quiero ser consecuente (atributo por el que no siento ninguna debilidad, dicho sea en honor a la verdad) tendría que pedir también la retirada de subvenciones a todo tipo de espectáculos, con independencia de la extracción social del público que los disfrute. Y realmente es así. Personalmente sólo mantendría el apoyo económico directo a aquellos que tengan un interés didáctico contrastado; y antes de entrar en precisiones les prevengo de que lo que yo pueda considerar como tal seguramente no coincidirá ni con su criterio ni menos aún con el de nuestros amos. Por eso, y para evitar vanas discusiones, lo mejor sería que mientras dure la crisis (o dicho de otro modo, mientras sigamos dejando gobernar a quienes apuestan por desmantelar el sector público) se interrumpan las ayudas a las artes y se centre el exiguo presupuesto disponible en mantener el patrimonio material histórico-artístico que se nos está cayendo a pedazos. Y el que quiera escuchar a Malheur en directo que pague lo que realmente cuesta.


Melinda Miel - Tinkering in my heart (1991)

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