viernes, 10 de mayo de 2013

Escenografías

Obviando los hitos del siglo XX, y aunque conserva aportaciones de todas las culturas que colonizaron la isla, Sicilia es eminentemente barroca, y eso se nota en su pasión por los decorados. Y es que los mecenas de la época no se limitaban a pedirles a sus arquitectos de cámara un palacio o una iglesia, sino que imponían también las vistas y las perspectivas; es decir, la escenografía. Lo cual me recuerda a cierta ocasión en la que fui a una tienda de muebles de diseño con la pretensión de adquirir un sofá elegante para mi piso recién rehabilitado y el dueño, cual esfinge tebana, me planteó el siguiente dilema: “Sí, bien, pero usted realmente ¿viene buscando un sofá o UN ESPACIO?”. Por supuesto en ese momento, y para consternación de mi señora, di media vuelta y me fui a Mi Sofá, que es una tienda de la calle Luis Montoto de toda la vida donde los vendedores no hacen preguntas impertinentes, y compré un sofá sólido, cómodo, barato y sin encanto que me viene prestando un excelente servicio hasta el día de hoy. Pero, como siempre, me voy por las ramas.

Decía que de este gusto por la monumentalidad se aprecia especialmente en las plazas en las que se sitúan los edificios públicos, frecuentemente decoradas con espectaculares fuentes como la Piazza Pretoria de Palermo. En Siracusa, aunque en menor escala, también se aprecia esta pasión por el juego escenográfico, sobre todo en la Piazza del Duomo, donde se halla uno de los edificios más fascinantes de la isla aunque desde fuera no dé esa impresión: el templo griego de Atenea transformado en catedral cristiana. Lamentablemente, cuando estuvimos allí, la plaza sufría un ataque agudo de lo que hemos venido en denominar “teofilismo”, afección urbanística caracterizada por la instalación de elementos efímeros de pésimo gusto (pistas de patinaje, campos de juegos infantiles, mercadillos medievales, ferias de la tapa...) en las zonas más nobles y diáfanas de la ciudad, y cuyo nombre deriva del de cierta alcaldesa gaditana muy aficionada a ello, si bien es cierto que en la actualidad la costumbre ha sido adoptada por regidores de todo signo político y condición. El de Sevilla, sin ir más lejos, es un practicante tan aplicado que amenaza con arrebatarle la primacía a su conmilitona gaditana.

Siguiendo con el arte siciliano, y si finalmente consigo centrarme, les diré que el gran descubrimiento del viaje ha sido Giacomo Serpotta, escultor activo entre los siglos XVII y XVIII y cuyos trabajos en estuco son una de las cumbres del barroco europeo. Y es precisamente por la supuesta pobreza del material con que moldeó sus obras por lo que su nombre no suele tener capítulo propio en los tratados de historia del arte. Pero basta entrar en alguno de los oratorios palermitanos en los que dejó su firma para darse uno cuenta de que Serpotta no era un decorador al uso. Lo descubrimos por casualidad en el de San Domenico, y de ahí le fuimos siguiendo la pista por el de Santa Cita (ambientado ese día con el ensayo de un ensemble de música antigua) y finalmente en el de San Lorenzo, famoso por haber albergado en su retablo un Caravaggio que fue robado en los años 60. En cada uno de ellos idéntica sensación de hallarse ante un artista fuera de lo común. Y es que sólo con el humilde yeso consigue que de las paredes surjan santos, figuras alegóricas, escenas bíblicas, infinidad de traviesos putti y hasta batallas navales, todos engranados y formando parte de una misma idea escénica. Lo cual nos hizo también reflexionar sobre lo mucho que ha ido degradándose hasta nuestros días el oficio de escayolista.

Otra de las razones por las que merece la pena viajar a Sicilia es porque allí se encuentran algunos de los templos griegos mejor conservados del Mediterráneo. En mi anterior visita a la isla ya los recorrí extensamente, y en ésta pensaba llevar a mi señora a ver al menos los de Segesta y Selinunte, pero la incompetencia de los encargados de la agencia Hertz en Palermo nos privaron de tales excursiones, de lo que les aviso para que no contraten alquileres de coches con ellos. Así que terminaremos hablando de otra de las peculiaridades artísticas sicilianas que más nos gustaron: los mosaicos bizantinos con los que los reyes normandos del siglo XII cubrieron el interior de las iglesias que construyeron en Palermo y sus alrededores. Los más espectaculares son los del Duomo di Monreale por las dimensiones del templo, pero incluso en espacios más pequeños como la Capella Palatina del Palazzo dei Normanni la sensación es abrumadora. Todos siguen una secuencia similar: el Cristo Pantocrator en el ábside y luego los ciclos mitológicos correspondientes desplegándose por los muros de las naves como viñetas de un gigantesco comic sobre campo de teselas doradas: la creación, el diluvio, las vidas de los patriarcas, de los apóstoles, de Jesús... Y todo bajo el influjo de un feroz horror vacui que termina cubriendo hasta el más insignificante espacio libre, en las pechinas, las trompas, el intradós de los arcos, con imágenes de santos, arcángeles, serafines o generosos donantes. Como ésta que tienen a su izquierda, fotografiada en la iglesia de La Martorana y que, homenajeando al genial Hematocrítico de Arte, podríamos bautizar libremente como “Mesonera exigiendo el pago de la factura a Tortuga Duende” (La Madonna con il conto della trattoria).


Michael Galasso - Baroque (1992)

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