jueves, 13 de octubre de 2011

Melancólico rococó

Creo haber comentado en algún otro sitio (suele ocurrir cuando uno ha pasado por tantos medios que se autoplagia y no sabe de dónde) que mi rechazo visceral hacia el teatro español del siglo de oro proviene de la adolescencia, cuando en el colegio me obligaron a leer El Caballero de Olmedo y otros dramones en verso de semejante factura. Porque uno en aquellos años andaba descubriendo cada día autores fascinantes, y se iba a la cama temprano para leer a Lovecraft, a Arthur C. Clarke, a Ursula K. Leguin, a Bradbury, a Huxley, a Cunqueiro, a Perucho, a Graves, a Borges, a Cortázar, a Marx (Groucho, no se confundan)... Y tener que sustituir el placer que me producía su lectura por la pesadez de los empalagosos ripios de los vates castellanos era algo que me sacaba de quicio. Pero no debía de ser todo rebeldía juvenil, porque luego he seguido leyendo con agrado a Rojas, a Quevedo, a Gracián o a Vélez de Guevara, de lo que deduzco que algún sentido literario había desarrollado yo en tan temprana edad y me daba cuenta del truño que nos pretendían colar. Porque, además, en mi precocidad, ya había leído alguna cosa de Shakespeare, y ninguna de nuestras glorias teatrales resistía la comparación. Y ni falta hace haberlo leído para percatarse de ello; sólo hay que fijarse en las adaptaciones cinematográficas que se han hecho de las obras de uno y de los otros.

Y si leer a los clásicos casposos no fuera suficiente castigo, después había que escribir un comentario de textos; cómo los odiaba! Entiéndaseme: había leído a Lope, había cumplido con lo que se esperaba de un bachiller de los de antes de la Logse; a qué perder más tiempo en ello? Que estaba uno deseando tirar por la ventana a los hidalgos, a las sus damas y a sus honras y descender una vez más a las profundidades de R'lyeh, donde el gran Cthulu dormía su sueño de milenios bajo bóvedas cubiertas de verdoso limo. Libros había incluso que, en terminándolos, volvía a empezarlos de nuevo desde la primera página. Y es que la pasión de la lectura en un adolescente es lo más parecido a una adicción: tantos libros por leer, tantos autores por descubrir, y tan poco dinero para financiar el vicio. Pero tenía uno todo el tiempo del mundo por delante. Ahora, ay, eso es lo que más echamos de menos. Ahora, cuando los libros aún por leer amenazan con colapsar las estanterías bajo su peso, el temor es a no poder dar cuenta de ellos y de los que inexorablemente vendrán en lo que nos quede de vida. Por eso leemos tres o cuatro libros a la vez, y a la carrera, para acabarlos cuanto antes y poder empezar otros. Y lo peor de todo es que ya apenas releemos, y cuando lo hacemos es por error, porque habíamos olvidado que ese libro ya lo leímos hace años. Porque esa es otra: la memoria. Que si no me falla, recuerdo que les conté que una de las razones para mantener el blog es precisamente lo mucho que me falla, lo cual es un puro galimatías. Es decir, el blog me sirve para recordar lo que se me ha ocurrido o lo que he hecho. Y también lo que he leído. Así que recuperaremos de vez en cuando el odioso comentario de textos para reseñar algún libro que me haya gustado.

Como éste que les traigo hoy: Melancólico Rococó, del pintor Guillermo Pérez Villalta, editado por la galería Rafael Ortiz en su colección "La cara oculta", dedicada a la obra escrita de artistas plásticos. Libro breve pero enjundioso, que se lee del tirón y que pide relectura. Porque el autor no habla sólo de Watteau, de Fragonard o de Tiepolo, sino que aprovecha la vindicación del rococó, estilo artístico relegado por la crítica moderna a los sótanos de los museos, para hacer un viaje por subgéneros aún menos presentables en sociedad y romper lanzas a favor de esas obras que habituamente sólo merecen calificativos denigrantes como hortera, cursi o kitsch. Todo lo cual no deja de ser una enorme provocación dirigida contra los provocadores profesionales, esos comisarios y artistas que pescan en las revueltas aguas conceptuales. Pero está planteada con tanto rigor, desde el conocimiento de la historia y la consideración del arte como oficio, que aun estando en desacuerdo con algunas de sus afirmaciones más bizarras hay que coincidir con él en muchas de las cosas que defiende. Por ejemplo en su valoración de la época clásica de Walt Disney como una de las cimas del arte del siglo XX. Además el libro está muy bien escrito, expresa ideas claras y, a poco que uno tenga una mínima cultura artística, se entiende perfectamente; un estilo en los antípodas de la huera retórica escolástica que suelen emplear críticos y comisarios. Se echan en falta imágenes de las obras que se citan, algo que obedece al diseño de la colección y de lo que se queja también el propio autor que remite a los lectores a internet. Mi señora publicó una brillante y completa reseña en Diario de Sevilla con motivo de la presentación del libro en la que recogía algunos de los jugosos comentarios del autor. Ya les anticipo que la última frase es antológica.


Klaus Nomi - The Cold Song (1981)

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