martes, 31 de julio de 2012

Estocolmo

Marta era médico, y murió el 24 de diciembre de 1990. Algunos meses antes se había ido de cooperante a El Salvador, a curar enfermos y esas cosas, pero convivir día a día con las tremendas injusticias de aquella sociedad le hizo ver las cosas de otro modo, quizás el único posible desde una perspectiva ética, y acabó uniéndose a la guerrilla del FMLN. Como médico, que no hay noticia de que participara en combates, pero para el caso lo mismo dio: la cazaron junto a otros compañeros en un ataque por sorpresa mientras celebraban la cena de nochebuena. Yo a Marta no llegué a conocerla, pero sí y mucho a su hermana Itziar, a la sazón la novia de mi mejor amigo.

En junio del año siguiente fui a Madrid a un homenaje que se organizó en su memoria. A la salida del acto, volviendo a la casa donde me quedaba, me fijé por casualidad en un cartel tamaño folio pegado en la pared que anunciaba un concierto al día siguiente de Einsturzende Neubauten en la sala Revolver. Yo ya los conocía por sus discos industriales (aún no habían entrado en la fase preciosista que inauguró el Tabula Rasa) e imaginaba algo intenso y musculoso, pero el ataque acústico a que nos sometieron aquella noche fue tan brutal como inesperado. A pesar de mis lagunas de memoria, todavía tengo en la cabeza la imagen de Blixa Bargeld subido en un carrito de supermercado frotando la broca de una taladradora contra un muelle de acero amplificado; y también recuerdo la sordera y el tinnitus que me acompañaron durante una semana larga.

Pasado un año de aquellos eventos mis amigos me invitaron a ir con ellos en verano a Estocolmo a visitar a José Luís, un compañero de guerrilla de Marta que tras resultar herido fue evacuado a Suecia por la Cruz Roja Internacional. Hay que recordar que, aunque por aquel entonces el gobierno sueco ya estaba en manos de la derecha, el país mantenía el espíritu socialdemócrata que lo había convertido en lugar de asilo para muchos refugiados políticos de todo el mundo. José Luís había acabado estableciéndose definitivamente en Estocolmo tras casarse con la enfermera que le atendió en el hospital durante su convalecencia, Elizabeth, una sueca rubia y de enormes dimensiones, con la que había tenido una niña preciosa llamada Matilda.
 
José Luís no daba precisamente el tipo de guerrillero. Bajito, lampiño, regordete, con el pelo crespo de los mayas y con una paciencia y una amabilidad a prueba de conflicto armado. Y ocasiones para ponerlas a prueba las tenía a diario. Una noche le acosó una pandilla de neonazis, que empezaban por aquel entonces a organizarse al rebufo de los nuevos gobernantes; pero José Luís, que había pasado años combatiendo en las selvas tropicales de su país contra mercenarios pertrechados por la CIA, no se iba a dejar amilanar por cuatro tarados por muy grandes que fuesen, así que les plantó cara, con su metro cincuenta y su cojera, y los puso en fuga. Eso sí, él lo contaba en voz bajita, sin darle importancia, como disculpándose. También nos habló del caso de otro amigo salvadoreño que había estado bajo la lupa de los servicios sociales por haberle dado un azote a su hija pequeña que estaba montando un pollo en el supermercado. En ese momento aquello nos pareció el colmo de la estupidez y nos mofamos de las situaciones ridículas a las que puede llevar la corrección política mal entendida. A la vista de lo que tenemos ahora en nuestro propio patio, está claro que del estado del bienestar sólo hemos sido capaces de copiar los aspectos folklóricos más prescindibles y ninguno de los fundamentales y necesarios.

En Estocolmo pasamos unos días alojados en el pequeño apartamento de José Luís, pero tampoco quisimos prolongar mucho tiempo la ocupación, de modo que alquilamos un coche y nos dirigimos hacia el norte. Nuestra idea era llegar hasta el círculo polar ártico y ver el sol de medianoche y las auroras boreales (suponiendo que ambos espectáculos celestes se den en agosto y sean concurrentes, algo que a día de la fecha sigo ignorando). Pero en vez de ir directamente, optamos por cruzar a Noruega y seguir la ruta de los fiordos, que es más bonita aunque obliga a frecuentes transbordos en ferry para cruzarlos. Por supuesto parando en todos los bosquecillos y laguitos que encontrábamos, que en aquel país se cuentan por miles, a hacer picnic y tirar unas fotos. Y claro, yendo en ese plan, no habíamos cubierto ni la cuarta parte del itinerario previsto cuando se nos acabaron los días de vacaciones y el dinero y tuvimos que volver. No llegamos al Cabo Norte como era nuestro irreal objetivo pero nos divertimos.

Este verano viajo de nuevo a Estocolmo, con más años y también con más presupuesto. Ya a la vuelta les contaré de las costumbres locales y las curiosidades más destacables.


The Sandals - Theme From The Endless Summer (1964)

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