domingo, 28 de abril de 2013

Las dos Sicilias

A diferencia de Palermo, Siracusa, nuestro otro destino en el viaje que les estoy contando por entregas, es una ciudad amable y tranquila. Y también bellísima aunque sin la monumentalidad de Palermo. Al menos la isla de Ortigia, donde nos alojamos y pasamos la mayor parte del tiempo. En cierto sentido Siracusa se parece mucho a Cádiz, con un casco histórico bien conservado claramente separado de la ciudad moderna, aunque en lugar de península aquello sea una isla unida por puentes a la tierra firme (que no es tal sino otra isla aún más grande como ya sabemos). Pero la trama urbana, los baluartes defensivos, las murallas, los espectaculares amaneceres y puestas de sol sobre el mar Jónico, todo recordaba a nuestra capital sureña. Con la importante excepción del paisanaje.

Y es que en Siracusa, ignoro si a consecuencia de flujos sociales naturales, de la presión del mercado inmobiliario o por decisión política, los canis han abandonado el casco antiguo en favor de turistas y proveedores de servicios. Estoy convencido de que habrá quienes lamenten el hecho con amargas invocaciones a la autenticidad perdida, pero por lo que a mí respecta el resultado es espléndido y digno de ser importado. Porque, reconozcámoslo, ante lo remota que se presenta la solución a la presente crisis económica habrá que empeñar las joyas de la familia, y las únicas que nos quedan ya son nuestro patrimonio histórico y cultural. Enviemos entonces a la población nativa a zonas residenciales bien acondicionadas de la periferia y dejemos los núcleos históricos de las poblaciones a los turistas con nivel adquisitivo, que no sólo traen divisas con que revivir la economía local sino que además valoran lo que se les ofrece y ni pintarraquean los muros ni rompen su encanto con amotillos de escape libre. Es sólo a modest proposal.

En Palermo, cuyo casco antiguo, como el de Sevilla, es demasiado extenso para aplicar estas medidas de reordenación poblacional, encontrar un espacio de tranquilidad es casi utópico, aunque no imposible. Por ejemplo, en una encrucijada de calles perpetuamente colapsadas por el tráfico se encuentra la iglesia de San Giovanni degli Eremiti, a cuyos jardines y restos del antiguo claustro gótico se les puede aplicar sin rubor el topicazo de "remanso de paz". Vale la pena pagar la entrada sólo para sentarse en un banco de piedra junto a sus venerables muros, aislados del bullicio circundante,  a leer, escuchar a los pájaros o sestear. Un poco más alejado del centro urbano se encuentra el Orto Botánico, uno de esos maravillosos jardines que los Borbones ilustrados de antaño erigían en sus capitales favoritas. Y es que la afición por la caza o las barraganas no son incompatibles con el fomento de las artes y las ciencias, algo que sus actuales descendientes prefieren ignorar. Por esas razones históricas el botánico de Palermo se parece mucho al de Madrid, aunque con mayor abundancia de especies tropicales y suculentas por aquello del clima. Destacan como especímenes únicos algunos espectaculares ficus y dragos centenarios como el que recientemente la incuria municipal gaditana permitió que se cayera a espaldas del Museo. Personalmente me gustaron mucho, además de la simpática colonia de tortugas que había tomado como residencia el estanque de los nenúfares, los palos borrachos (Ceiba speciosa), árboles originarios del Brasil y muy aclimatados a la isla que durante nuestra visita andaban esparciendo sus semillas al viento con la ayuda de las peculiares nubes de algodón que contienen sus frutos.

Aunque si hacemos caso a otro conocido tópico, no hay mayor tranquilidad que la de los camposantos, de los que Palermo ofrece uno muy peculiar: las catacumbas de los Capuchinos. Apartadas también del centro y no fáciles de encontrar, llegamos a ellas siguiendo a una pareja de góticos que supusimos, con buen criterio como luego se demostró, que andaban buscando la misma atracción turística. Porque eso, y no un lugar sagrado es lo que son las famosas catacumbas. Se trata de la explotación comercial de un fenómeno natural causado por las condiciones del lugar que provoca  la desecación de los cuerpos allí depositados, expuestos en las paredes como en galería de retratos; separados eso sí por sexo y condición: mujeres, infantes, frailes, clero secular y civiles, cada uno en su pasillo. Y aunque en su mayoría no son ya sino esqueletos con jirones de piel, algunos sí que presentan caracteres propios de momias. Y sí, he dicho antes atracción turística pero más es barraca de feria, que ni asusta ni impresiona pero divierte por lo casposa. Y es que visto un muerto vistos todos, y al final son mucho más interesantes los epitafios, heráldicas y alegorías de las lápidas sepulcrales que los ropajes y muecas de los difuntos. No muestro fotos porque estaba prohibido hacerlas, lo cual es una pena pues se podían haber resuelto con ellas muchas portadas de cassettes de Knockturne Records.

Las catacumbas formaban parte del cementerio de los Capuchinos, éste sí más acorde con nuestra idea de un camposanto y que también se puede visitar. Y ya que estábamos al lado lo hicimos por buscar la tumba del Príncipe de Lampedusa que está allí enterrado. Dimos varias vueltas por sus calles, que no tienen ningún encanto especial, buscando entre los panteones y monumentos funerarios el de quien es considerado el más famoso de los escritores sicilianos, a pesar de que su obra se limite a una única novela. Al final, aburridos, optamos por preguntar a un enterrador, que nos señaló una simple lápida en el suelo, una más entre tantas otras, bajo la que también yace su mujer Alessandra Wolff Stomersee. Una sorprendente muestra de sencillez en una tierra tan dada a la pompa y la escenografía.

 
Francesco De Massi - L'isola dell'amore (1969)

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