lunes, 19 de marzo de 2012

Don Marcelino y las Cortes

Hay libros a los que uno vuelve regularmente aunque el peso de los por leer amenace cada vez más con hundir la estantería. En mi caso, uno de estos clásicos de cabecera es la Historia de los Heterodoxos Españoles de Don Marcelino Menéndez Pelayo. La obra cumbre del pensamiento reaccionario español alberga en sus páginas tanta erudición y un castellano tan bello que sus diatribas contra todos los principios que solemos defender se leen paradójicamente con un enorme placer. Por razones obvias he vuelto a releer (y no es un pleonasmo) el capítulo que Don Marcelino dedica a las Cortes de Cádiz, institución por la que no mostraba ningún aprecio. Vean si no lo que decía de ellas:

Tal fue la obra de aquellas Cortes, ensalzadas hasta hoy con pasión harta, y aún más dignas de acre censura que por lo que hicieron y consintieron, por los efectos próximos y remotos de lo uno y de lo otro. Fruto de todas las tendencias desorganizadoras del siglo XVIII, en ella fermentó, reduciéndose a leyes, el espíritu de la Enciclopedia y del Contrato social. Herederas de todas las tradiciones del antiguo regalismo jansenista, acabado de corromper y malear por la levadura volteriana, llevaron hasta el más ciego furor y ensañamiento la hostilidad contra la Iglesia, persiguiéndola en sus ministros y atropellándola en su inmunidad. Vuelta la espalda a las antiguas leyes españolas y desconociendo en absoluto el valor del elemento histórico y tradicional, fantasearon, quizá con generosas intenciones, una Constitución abstracta e inaplicable, que el más leve viento había de derribar. Ciegos y sordos al querer y al sentir del pueblo que decían representar, tuvieron por mejor, en su soberbia de utopistas e ideólogos solitarios, entronizar el ídolo de sus vagas lecturas y quiméricas meditaciones que insistir en los vestigios de los pasados, y tomar luz y guía en la conciencia nacional. Huyeron sistemáticamente de lo antiguo, fabricaron alcázares en el viento, y si algo de su obra quedó, no fue ciertamente la parte positiva y constituyente, sino las ruinas que en torno de ella amontonaron. Gracias a aquellas reformas quedó España dividida en dos bandos iracundos e irreconciliables: llegó en alas de la imprenta libre, hasta los últimos confines de la Península, la voz de sedición contra el orden sobrenatural lanzada por los enciclopedistas franceses, dieron calor y fomento el periodismo y las sociedades secretas a todo linaje de ruines ambiciones y osado charlatanismo de histriones y sofistas; fuese anulando por días el criterio moral y creciendo el indiferentismo religioso y, a la larga, perdido en la lucha el prestigio del trono, socavado de mil maneras el orden religioso, constituidas y fundadas las agrupaciones políticas no en principios, que generalmente no tenían, sino en odios y venganzas o en intereses y miedos, llenas las cabezas de viento y los corazones de saña, comenzó esa interminable tela de acciones y de reacciones de anarquías y dictaduras, que llena la torpe y miserable historia de España en el siglo XIX.

Y aunque se esté en absoluto desacuerdo con la opinión de Don Marcelino, hay que recordar que éste ha sido el ideario de las derechas españolas durante la mayor parte de su historia, por mucho que ahora Don Mariano, cual un Don Hilarión caletero, se pasee del brazo de la Teófila y la Soraya por la calle Ancha cantando himnos constitucionalistas. Y ya que el Bicentenario se va a celebrar sin las infraestructuras modernizadoras prometidas, convertido tan sólo en una parodia del desfile pueblerino de Bienvenido Mister Marshall con las flamencas mudadas en piconeras, habría sido el momento ideal para abrir el gran debate público, permanentemente postergado, sobre la identidad nacional, sus símbolos, sus instituciones, sus valores y su futuro. Al menos habría salido barato. Bueno, pues ni eso.


Bob Callaghan - The Flamenco Moog (1973)

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